Jueves 15 de diciembre de 2011

VIOLENCIA CONTRA NIÑOS Y NIÑAS

"Donde más te duele"

Hace pocas semanas, se comprobó que Tomás –un niño de apenas 9 años- había sido asesinado y esto desató una gran conmoción, abriendo un debate sobre la violencia contra niñas y niños. En este mismo año, dos hermanos de 8 y 11 años, mientras dormían, fueron baleados por su padre –quien terminó suicidándose-, después de una discusión que éste mantuviera con la madre de los chicos. En otro caso, la pareja de la mujer degolló a los tres hijos de ella, en Corrientes. Todos estos hechos se sucedieron intercalándose con las noticias de brutales asesinatos de mujeres, como el más reciente de Carla Figueroa, en Gral. Pico, La Pampa. Un informe de la Oficina de Violencia Doméstica que tiene la Corte Suprema de Justicia, señala que 3 de cada 10 denuncias por violencia involucra a menores de edad. Las especialistas empiezan a hablar de “femicidio vinculado” para estos casos donde los hijos son víctimas fatales de una violencia destinada a la mujer. “Te voy a pegar donde más te duele”, dijo Adalberto Cuello –quien está sindicado como autor del crimen de Tomás- a su ex pareja, poco antes de que el niño fuera encontrado muerto. Estos crímenes escandalizan a la sociedad que percibe la inocencia absoluta de sus víctimas. Pero los crímenes no son perpetrados por monstruos inmorales, enfermos mentales ni seres irracionales. Son el último eslabón de una larga cadena de violencias que, aunque naturalizada e invisibilizada, es el fundamento de los crímenes atroces contra mujeres, niñas y niños.

Andrea D'Atri@andreadatri

Imponer y reproducir un orden social autoritario y jerárquico

Los crímenes violentos contra mujeres, niñas y niños pueden sorprendernos, escandalizarnos y horrorizarnos; pero sólo pueden explicarse, no como una anomalía en los lazos amorosos y de protección que debieran vincular a adultos y niños sino como la consecuencia última de una larga cadena de violencias que incluye la ridiculización, la sospecha y el control, la intimidación, la condena de la sexualidad y de los comportamientos que no se ajustan a las “normas heterosexuales”, la desvalorización de los cuerpos que no se corresponden a los “modelos de belleza”, de las capacidades intelectuales y las destrezas físicas, la desvalorización cotidiana de la mujer y de los menores como personas, etc.

A través de la reprobación, la humillación, el castigo e incluso la violencia más extrema, la familia –y otras instituciones- enseña, cotidianamente y desde la más tierna infancia, lo que el adulto deberá reproducir en sus relaciones sociales a lo largo de su vida: el respeto a la autoridad, la sumisión ante quien detenta el poder, el amoldamiento a los que los demás esperan de uno, la represión de deseos y placeres que desafíen a la moralina burguesa.

A través de la familia, la violencia moral o psicológica –mucho menos visible que la violencia física y, al mismo tiempo, más naturalizada y reproducida- actúa como un eficiente mecanismo de control social y de reproducción de las desigualdades. Su ejercicio contra mujeres, niñas y niños encierra un propósito disciplinador: permite reproducir y naturalizar la existencia de jerarquías estables e inamovibles en las relaciones sociales, la existencia de la autoridad y el poder. La familia es un modelo, en pequeña escala, de una sociedad donde reinan las más brutales desigualdades, las jerarquías que imponen la propiedad privada y la explotación, donde aprendemos a aceptar el statu quo. Y esto es así, en todas las sociedades donde existe la dominación de una minoría sobre una inmensa mayoría de explotados y oprimidos.

Liberación de la mujer para soñar otra infancia

Hace casi un siglo atrás, la generación que dirigió y protagonizó la revolución proletaria en la atrasada Rusia de 1917, no sólo imaginó la abolición del trabajo asalariado y la emancipación de las mujeres del yugo doméstico, sino que también se atrevió a pensar la formación de la infancia liberada del autoritarismo y la coerción impuesta por los mayores. El educador ruso T. Segalov, decía en 1925, que “la forma en que una sociedad dada protege a la niñez, refleja su nivel económico y cultural.” Y así lo habían entendido los bolcheviques que, una vez conquistado el poder del Estado, prepararon una inmensa revolución pedagógica sin antecedentes: establecieron la escolaridad mixta y la gratuidad de la educación universitaria; movilizaron a todos los que supieran leer y escribir en un gigantesco plan de alfabetización; idearon una educación politécnica y colectiva; abolieron los exámenes y establecieron que las escuelas fueran regidas por un consejo integrado por los propios trabajadores docentes, representantes de las organizaciones obreras locales y los estudiantes mayores de 12 años.

Entre 1914 y 1921 en Rusia, por la Iº Guerra Mundial, la guerra civil, el hambre y las enfermedades, murieron 16 millones de personas. El estado obrero nacido de la revolución de 1917 tuvo que afrontar un fenómeno social nuevo y de proporciones devastadoras: cientos de miles de niños y niñas habían quedado huérfanos y vagaban por las calles de las ciudades pidiendo limosna, prostituyéndose o robando para sobrevivir. Y sin embargo, a pesar de las dificultades, los revolucionarios se negaban a criminalizar a la niñez. “No deben existir niños desgraciados que no le pertenezcan a nadie. Todos los niños son hijos del Estado. (...). Los niños no pueden ser criminales; no pueden ser juzgados como adultos. Los niños no deben ser encarcelados, deben ser rehabilitados, no castigados”, sugería una pedagoga que, en el Congreso para la Protección de la Niñez de 1919, proponía la creación de instituciones para los niños necesitados, regidas por la autogestión y con un régimen de “puertas abiertas” que permitiera a los niños integrarse a la comunidad voluntariamente. A pesar de la miseria y el hambre en la que se hallaba sumida la Rusia revolucionaria, el poder obrero no dudó en establecer nuevas leyes que ponían el énfasis en la libertad, la independencia y la igualdad entre hombres y mujeres, y que, además, eliminaban el enorme poder de los adultos sobre los niños, para cambiarlo por la adquisición progresiva de derechos para la infancia.

Cien años después, bajo el dominio de los capitalistas y a pesar de las leyes que reconocen derechos antes inexistentes, la vida de millones de mujeres, homosexuales, niñas y niños sigue sometida al abuso, la discriminación, la explotación y la violencia mortífera –mucho más cruel cuando es ejercida por los vínculos afectivos más caros para las víctimas, como los padres o la pareja- que se descarga sobre los más vulnerables, legitimando y reproduciendo el orden existente.

Por eso, sostenemos que no podrá acabarse la violencia contra las mujeres y los niños y niñas en tanto persista este sistema basado en la miseria, la inequidad y las condiciones aberrantes de existencia impuestas a millones de seres humanos por los intereses de una minoría parasitaria y sedienta de ganancias. La salida a tanta violencia, por eso, no es individual. Tenemos que exigir hogares transitorios para las mujeres y sus hijos e hijas, víctimas de violencia, que sean garantizados por el Estado y bajo control de las propias víctimas, las organizaciones de mujeres y las trabajadoras, con asistencia profesional y sin presencia policial ni judicial. En nuestros lugares de trabajo y en los sindicatos, tenemos que poner en pie comisiones de mujeres, independientes de las patronales, que se ocupen de los casos de acoso sexual o laboral y discriminación hacia las trabajadoras, exigiendo licencias pagas para las trabajadoras que atraviesan una situación de violencia.

Pero al mismo tiempo que nos organizamos para exigir estas soluciones transitorias, tenemos que convocar a todas y todos los trabajadores concientes de sus cadenas, que quieran luchar por una sociedad sin explotación, a tomar esta tarea también en sus manos. Porque mientras la clase dominante logre mantenernos divididos, oponiéndonos a unos y otras, e instilando su venenosa ideología de que hay explotados de primera clase y explotados “de segunda”, como las mujeres, los niños, los inmigrantes, los homosexuales, más fácilmente se perpetúa su dominio y nuestra esclavitud.

Nuestra lucha, presente y futura, debe incluir también la disputa contra los valores y costumbres impuestos por la clase dominante y su cultura de violencia. Una violencia que podrá ser totalmente desterrada cuando rompamos las cadenas que ciñen a la humanidad, bajo este régimen capitalista.


La violencia de la explotación infantil

El dominio capitalista sostiene una brutal hipocresía respecto de la infancia. Nunca antes en la historia, los niños y las niñas gozaron de tantos derechos avalados por convenciones internacionales y una protección jurídica tan inconmensurable, como la desarrollada en el último siglo. El mercado desarrolló, a su vez, infinidad de productos para el consumo infantil y existen espacios propios para la recreación y la educación de los menores.

Sin embargo, esto convive con una realidad que está muy lejos de Disneylandia: además de las diversas formas de violencia que se descargan sobre la infancia, cerca de 218 millones de niños de entre 5 y 14 años de edad están obligados a trabajar en todo el mundo. Lo que significa que los capitalistas explotan la fuerza de trabajo de 1 de cada 6 niños del planeta, mayoritariamente en la agricultura, donde trabajan a la par de sus madres y padres en las peores condiciones; pero también en las grandes maquilas textiles, en la confección de calzado deportivo y en otros centros industriales de países pobres que proveen a las marcas más prestigiosas del mercado.

Y esto sólo si contabilizamos a quienes son explotados laboralmente, sin contar la utilización de niños en conflictos armados, para la servidumbre, la esclavitud, la explotación sexual de niñas y niños, los que son explotados para ejercer la mendicidad en la calle o los que son usados en el tráfico de drogas o armas.

Claro que estos niños que son explotados no están distribuidos por todo el planeta de manera igualitaria. Actualmente, hay aproximadamente 2.200 millones de menores de 18 años en todo el mundo: el 10% habita en los países más desarrollados y el 90% en los países semicoloniales, atrasados y pobres.




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